El culto y la afición al toro tiene unos orígenes remotos. Sirvan como
muestra las representaciones artísticas cretenses y etruscas de ‹‹juegos de
toros››, o las noticias que se tienen sobre el empleo de estos nobles animales
en los circos romanos. En España, a partir del siglo X se volvió a popularizar
la lucha contra estos bóvidos, y en el siglo XIII, Alfonso X El Sabio dictó
severas leyes por las que declaraba infame al que tuviera que combatir con
animales salvajes por dinero, considerando honrosa la lucha con el toro para
mostrar el valor personal. Nuestro archipiélago, tras su anexión a la corona
castellana, comparte con el resto de españoles la afición por la lidia de toros
bravos. Tanto es así que en las fiestas religiosas en honor al Santo
Sacramento, Corpus Christi, Pascua, Santa María de Agosto, las fiestas de los
Santos o las celebradas en honor a San Juan, nunca faltaron este tipo de actos
lúdicos. También fueron empleados para conmemorar acontecimientos profanos,
como la coronación de Carlos V, la derrota de los comuneros, tratados de paz, o
el nacimiento de nuevos vástagos en la Casa Real, como el caso de Felipe II. En
todas estas ocasiones era el Concejo o Ayuntamiento de la isla, el encargado de
organizar el espectáculo, sufragado a costa de los bienes de propios. No
obstante y al igual que ocurría en la Península, desde al menos el siglo XV, en
Canarias también se alzaron voces críticas contra este tipo de sanguinarios y
crueles espectáculos. Sirvan como ejemplo las prohibiciones del Obispo don
Cristóbal de la Cámara y Murga, a quien se debe la negativa de correr toros en
días de fiesta, bajo pena de excomunión mayor y 200 ducados de multa, o la
tendente a impedir que los clérigos, cofradías y cabildos eclesiásticos
ofrecieran, pidiesen limosnas o comprasen toros, sancionándose en este caso con
la excomunión y 2000 maravedíes. También se persiguió la costumbre de celebrar
fiestas y corridas de toros en honor a Dios y a los santos, práctica bastante
frecuente entre los canarios de los siglos XVI y XVII.
Corrida de toros en Benavente en honor a Felipe El Hermoso. Óleo atribuido al pintor Jacob van Laethem (1506).
Sin embargo, a pesar de tales disposiciones y censuras, con precedentes en
el Concilio de Trento (1545-1563) y en Provincial de Toledo (1566), los
regocijos con toros bravos estuvieron presentes en los «programas» de actos
festivos como los celebrados en honor a la Virgen del Pino. Y es que a pesar de
lo dispuesto por el obispo Cámara y Murga en su Sínodo de 1631, la parroquia de
Teror continuará financiando la celebración de corridas de toros. Sirva como
ejemplo, el sueldo que se pagó a los toreros que actuaron en la fiesta del año
1647:
«Item se descarga con tres reales que
dixo haber pagado a dos toreros que truxeron los toros para la celebración de
la festividad de Nuestra Señora por Septiembre deste año de 1647».
O el dinero que se le abonó al mozo encargado de guardar los toros que se
lidiaron al año siguiente:
«Ytem se descarga con cinco reales
que dixo havía pagado a un mosso, guarda de los toros que se lidiaron en dicha
festividad de dicho año de 1648».
Corrida de toros en Santa Cruz de Tenerife (h. 1900-1905). Archivo de Fotografía Histórica de Canarias, FEDAC-Cabildo de Gran Canaria.
La manera en que se desarrollaban este tipo de diversiones, de los que
fueron muy gustosos nuestros antepasados, no debió de ser muy diferente al modo
y manera con que se luchaba contra estos bellos animales en la España del
llamado Siglo de Oro. En primer lugar y a falta de una plaza de toros
permanente, cualquier espacio abierto hacía las veces de coso taurino,
delimitándose éste con barreras de madera o talanqueras. El toreo a caballo,
reservado para la clase aristocrática, fue en estos momentos el más difundido,
debiendo el caballero clavar un rejón en el cuello del animal. El sacrificio
del toro sólo producía en el caso de que el rejoneador se dejara ‹‹ofender›› por
el bóvido, teniendo éste la obligación de vengarse y saldar la ofensa,
abatiéndolo de una estocada. En el supuesto contrario de que el caballero no
fuese ofendido por el bruto, la fiesta finalizaba sin la consumación de la
muerte. Era entonces cuando entraban en escena los llamados peones, encargados
de inmovilizar al animal desjarretándolo, o lo que es lo mismo, cortando a
cuchilladas sus patas por el jarrete o parte posterior de la rodilla, con lo
que el noble espectáculo se convertía entonces en una auténtica orgía de
sangre. Probablemente, fueron este tipo de toreros que se enfrentaban al toro a
pie, y no aquellos que lo hacían sobre la grupa de un caballo, los más usuales
en las fiestas de Teror, pues la actuación de los éstos fue más frecuente en la
capital del reino y en las grandes ciudades. Con todo, los terorenses del Seiscientos
no sólo saciaron su hambre y sed de espectáculo y morbo con la sangre de los
toros y probablemente, y en alguna que otra ocasión, con la de los propios
toreros. Entre sus aficiones también cabe señalar pasatiempos menos cruentos
como los juegos de naipes y bolos, las comedias, los fuegos de artificio, y los
bailes o la música de tamboril ejecutados por esclavos negros o «morenos».
Gustavo A. Trujillo Yánez
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