Como
ocurre cada año, la llegada del mes de septiembre y la celebración de las fiestas
en honor a la Virgen del Pino, lleva consigo la necesidad ―y también la
obligación― de remozar y cambiar las galas de la Patrona de Gran Canaria. Así,
en los días previos a la ceremonia de su bajada
desde el camarín al presbiterio del templo parroquial, tiene lugar el acto de
desvestir y vestir a la sagrada efigie, a la que se le cambia su vestido o manto de diario por alguno de los muchos
que se custodian en su tesoro. La costumbre de vestir a las imágenes de
devoción hunde sus raíces en la Baja Edad Media, arraigando en Canarias desde
fechas muy tempranas. Y que es para los hombres y las mujeres de los siglos
modernos, la contemplación de una escultura ―aunque se tratase de una talla
completa y vestida― sin sus correspondientes atavíos y postizos, era del todo
irreverente e irrespetuosa, pues se consideraba que las imágenes sin revestir
quedaban poco
menos que «desnudas».
La imagen de Nuestra Señora del Pino, aunque se
trata de una talla completa o de bulto redondo, era revestida desde el siglo
XVI. Ya en 1558 se menciona la existencia de una camisa de seda verde labrada
de pinos, ajuar que irá aumentando gracias a las donaciones de sus feligreses.
Tal fue el gusto por venerar a la imagen con sus ropas, que se la ha llegado a
dotar de artificios tales como una peana de madera con la que disimular su
pequeña estatura y, de esta manera poder elevar su tamaño, así como de unas
manos postizas que suplen a las originales, ocultas bajo los pesados ropajes. De
esta forma fue gestándose el ritual de vestir a la imagen del Pino, una
ceremonia que desde muy antiguo se convirtió en un acto íntimo y reservado a
unos pocos privilegiados, al imponerse la obligación de cambiarle sus vestidos
fuera de la vista indiscreta de los devotos. Nos referimos al mandato del
obispo Ruiz Simón, quien el 20 de mayo de 1707, limitó al cura de la parroquia,
a la camarera y al sacristán, el número de personas que podían estar presentes
en el momento de mudar el atuendo a la imagen. Esta costumbre que aún se
mantiene vigente, también se vio favorecida con la construcción en 1615, a
instancias del prelado Antonio Corrionero, de un nicho o camarín con el que
procurar a la efigie un espacio retirado. Y también con la institucionalización
del oficio de camarera, cargo honorífico reservado a las damas de la alta
sociedad de Gran Canaria, pero que en sus primeros momentos fue copado por la
familia Pérez de Villanueva, en quienes recayó el patronato de la capilla mayor
de la parroquia de Teror.
No obstante, si bien fueron las mismas autoridades
eclesiásticas quienes promocionaron y promovieron este tipo de prácticas, no es
menos cierto que en algunos casos también las veían con cierto recelo, razón
por la cual intentaron limitarlas. Así, durante el siglo XVII, obispos como
Francisco Martínez de Ceniceros o Cristóbal de la Cámara y Murga, censuraron la
costumbre de vestir imágenes y ponerles ropa «sin necesidad y, lo que es peor,
vestirlas profanamente como si fueran mujeres», llegando a prohibir que las
imágenes de bulto redondo fuesen vestidas. Precisamente, entre los milagros y
portentos atribuidos a la imagen del Pino, se citan varios episodios en los que
ciertos obispos ―cuyos nombres se silencian― ordenaron despojar de sus ropas y
alhajas a la Patrona. Asimismo, durante la visita a la parroquia de Teror del arcediano
don Juan de Salvago ―durante los meses junio y julio del año 1574― se prohibió
vestir a la imagen con prendas que ya hubiesen sido usadas por alguna vecina
del lugar. Posteriormente, la llegada de las ideas ilustradas supuso un nuevo intento
―baldío― por imponer un cambio en la mentalidad y estética barroca,
concretamente con la mentada costumbre de revestir a las imágenes de devoción. Es
precisamente en este contexto cuando surgen los primeros retratos y grabados en
los que se muestra a la Patrona de Gran Canaria en el árbol de la aparición, desposeída
de sus vestidos, joyas y atavíos. Todo, al objeto de desterrar una tradición
que ya empezaba ser muy mal vista por ciertos sectores de la nobleza e Iglesia
isleña. Sea como fuere, la añeja costumbre de engalanar a la imagen del Pino
siempre siguió presente. Incluso, entre los milagros y prodigios ―arriba
citados― que se atribuyen a esta entrañable imagen, se cuentan ciertas
historias en las que la misma Patrona mostró con todo tipo de señales y
portentos, su disgusto ante los intentos de mostrarla ante sus fieles devotos
sin sus ricos vestidos. Nos referimos al relato que Leonor de Ortega transmitió
a su yerno Blas de Quintana Miguel, sobre el episodio del obispo ―cuyo nombre
se omite― que tras ver a la Patrona sin sus vestidos ordenó que de allí en
adelante se venerase «desnuda» y que éstos se vendiesen, mandato que finalmente
no pudo llevarse a efecto, pues «fue tal y tan grande la tormenta y tempestad de
truenos, relámpagos y agua, que creyeron se hundiera el lugar» de manera que
haciendo reparo si sería por lo hecho, acudieron a vestirla, momento en el cual
cesó la tormenta. Suceso parecido fue el narrado por fray Diego Henríquez en
1714, si bien en esta ocasión la orden del prelado dio lugar a un cambio en el
semblante de la imagen, pues «hallaron el alegre resplandor de aquel rostro
celestial tan convertido en opaco y melancólico, que no podían sin mucha pena
mirarla» razón por cual sus fieles devotos volvieron a vestirla, desoyendo el mandato
del obispo.
Esta fotografía, tomada hacia 1922 por Teodoro Maisch,
a instancias del obispo don Ángel Marquina Corrales, estuvo precedida de un
intento de despojar a la imagen del Pino de sus mantos y trajes. El suceso,
como ocurriera siglos atrás, fue rechazado duramente por el vecindario de Teror
y los devotos de la Patrona, habituados a venerarla con sus alhajas y postizos.
Archivo de Fotografía Histórica de Canarias, FEDAC-Cabildo de Gran Canaria.
Sin duda, para muchos hombres y mujeres del
presente siglo XXI, estas costumbres y rituales pueden resultarles
trasnochados, fruto de la ignorancia y en no pocos casos, de la superstición o
de unas formas de religiosidad propias de un tiempo antiguo y remoto. En la
actualidad la contemplación de la Patrona de Gran Canaria sin sus mantos y
joyas, no supone ―al menos para una inmensa mayoría de devotos― ningún tipo de
acto irreverente o irrespetuoso, siendo muchos los que aplauden la decisión de
mostrarla de esta manera. No obstante, en honor a la verdad debemos decir que
este cambio de mentalidad no se produjo hasta tiempos relativamente recientes.
Sirvan como nuestra, los polémicos y controvertidos episodios vividos en la
Villa durante los mandatos de los obispos Marquina Corrales e Infantes Florido,
quienes intentaron ―sin conseguirlo― exponer y despojar a la imagen del Pino de
sus vestidos y joyas, en consonancia con una devoción más reflexiva y sobria,
alejada de excesivos alardes exteriores. Y es que en muchos aspectos, y a pesar
de los siglos transcurridos, las mentalidades y formas de religiosidad de los
siglos modernos, aún siguen vigentes o lo han estado hasta hace muy poco
tiempo.
Gustavo A. Trujillo Yánez